Los objetos
Con la
enfermedad aparecieron en escena objetos desconocidos. El médico que atendía a
mi mamá sugirió hacer una internación domiciliaria. La parte de arriba de la
casa de mis padres, un gran escritorio lleno de libros, se convirtió en
poquísimo tiempo en una habitación de hospital. En donde había un sillón hubo
una cama ortopédica, la mesita de la computadora se llenó de remedios. Aparecieron
un nebulizador y un enorme aparato que suministraba oxígeno.
Después de
la primera sesión de quimioterapia, por razones que nunca se pudieron aclarar,
mi mamá no pudo caminar más. Perdió la fuerza en las piernas. Y llegó entonces la
silla de ruedas. La que se animó a alquilarla fue su amiga Anina. Hasta ese
momento llevábamos a mi mamá al baño en una silla de oficina, imaginábamos –pero
sobre todo queríamos- que eso que le pasaba fuera un mal temporal. Pero no.
Anina vino una mañana y le trajo una chata y una silla de ruedas alquilada. Eran
elementos que facilitaban algunos actos cotidianos que se hacían cada vez más
difíciles. Mi mamá se sintió agradecida por ese gesto, porque de alguna manera
nos ayudó a todos a aceptar la enfermedad. Mi mamá también hizo chistes con los
“regalos” que le hizo su amiga.
En la
bañadera pusieron una especie de banquito para que se pudiera bañar sentada. Todo
estaba invadido con sobres, placas, tomografías e informes.
Cuando murió,
y volvimos del sanatorio, esos objetos estaban ahí, con una presencia
insoportable.
Juntamos todos
los remedios y los donamos, no me acuerdo a dónde. A las placas y tomografías
las cortamos con tijeras.
Juntamos todo
en una enorme bolsa de basura.
En la misma
bolsa tiré unas estampitas y amuletos que mi mamá tenía junto a su cama. Los arranqué
con rabia y los rompí.
Unos días
después vinieron a desmantelar la habitación.
Bajé sola. Llevé
la silla por ese pasillo largo del hall. El mismo que recorría todos los días
llevando a mi mamá. Me miré en el espejo. Ahí estaba yo llevando esa silla
vacía. Afuera me esperaba el señor de la casa de ortopedia. Abrí la puerta, le
di la silla y me puse a llorar. El tipo me miró asombrado. Es que se murió, le
dije.
-Ah, no
sabía, lo lamento.
Firmé el
papel y cerré la puerta. El camino hasta el ascensor fue eterno. Sentía la
mirada del señor y de la portera del edificio clavadas en mi espalda. Por fin
entré al ascensor y se cerraron las puertas. Los objetos de la enfermedad ya no
estaban, ahora sólo faltaba decidir sobre los objetos de su vida.
Capítulo del libro ALGUNAS MADRES TAMBIÉN SE MUEREN. Inés Ulanovsky. Ed. Capital Intelectual. Buenos Aires. 2010 ISBN 978-987-674-248-9
Podés escuchar la lectura de un capítulo de ALGUNAS MADRES TAMBIÉN SE MUEREN, de Inés Ulanovsky
https://www.youtube.com/watch?v=SsJu2Aj-JhY
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