RESEÑA

DE NUNCA ACABAR

Nélida Cañas

(Macedonia - Buenos Aires)


 Ya en Microrrelatos (1999) –un libro sin duda axial para el estudio del género en el ámbito hispanoamericano– David Lagmanovich explicitaba la necesidad de definir un corpus de mayor amplitud, que incluyera no sólo a los escritores considerados canónicos hasta ese momento: Juan J. Arreola, Jorge L. Borges, Julio Cortázar, Marco Denevi y Augusto Monterroso. Pues bien: ha sido en este intento de leer también en los márgenes de la narración donde la escritura de Ángel Bonomini –especialmente la que encontramos en El libro de los casos (1975)– ha mostrado que la prosa y la poesía demandan casi un mismo grado de concentración tanto en el cuidado de la forma, como en la búsqueda incesante de la belleza. De ahí –por supuesto– la condición anfibia que Eduardo Berti se ha permitido atribuir recientemente a este libro de Ángel Bonomini, dadas las modulaciones a todas luces intensivas de su prosa.

 Ahora bien: traemos a colación todo lo expuesto en el párrafo anterior puesto que la escritura de Nélida Cañas en De nunca acabar (2020) –al menos desde nuestra genealogía literaria– muestra con “El perro del relato” –texto por lo demás dedicado a Ángel Bonomini– que los tránsitos de lo oculto a lo manifiesto no pueden cancelarse con facilidad, que el perro concebido por la imaginación puede incluso acercar al narrador una “estrella marina” (17) robada en un mar que sin ser exterior a nosotros –ni al narrador– se manifiesta en su salobre condición de abismo. Desde luego: algo que también sucede con el “dragón chiquitito” (65) del “Paseante” que trae en su morral no una “estrella marina” (17), sino piedras del río que son “estrellas” (65) húmedas. Teniendo en cuenta lo que acabamos de enunciar, no nos sorprende que la autora haya seleccionado como segundo epígrafe de su libro las siguientes palabras de Siri Hustvedt: “Memoria e imaginación se miran tan profundamente que la una cae en los brazos de la otra”. Por cierto: lo que sucede con los bocetos a contraluz –que sin duda el citado epígrafe anticipa–, sucede también con los microrrelatos.

 No se encontrará en De nunca acabar (2020) una dispositio fundada en un ciego cálculo literario. Sus más de cincuenta piezas se organizan en una constelación donde reconocemos microrrelatos y bocetos a contraluz sobre M. Duras y su vida-escritura, sobre F. Kafka y su caída en la madriguera de sombra a la que un día nace, sobre L. Seraphine y el tacto de los ángeles, sobre E. Dickinson y sus manualidades realizadas con “bosquejos en sombra de su propio ser” (99), sobre C. Lispector –la criatura que no sabía rezar– pidiéndole a Dios que le concediera la gracia de reconstruir una flor de esas que se recogen en el campo, sobre F. Kahlo y la resurrección de su carne en los colores, sobre J. Cortázar y su fuga del tiempo, sobre A. Pizarnik prescindiendo de la “corona de lilas que le ofrecía el día” (107), sobre J. L. Borges y el descubrimiento de la perplejidad como don, sobre I. Duncan y sus hijos reclamados por el agua, sobre J. Fijman y su irse de sí, sobre M. di Giorgio y su arte de exprimir magnolias sin apenas rozarlas, sobre V. Nijinsky y su desconocimiento de que amar es una forma de rezar, sobre H. Oe y el hallazgo que establece que hay un “paraíso para todos” (119) que aguarda atención y goce.



 Si prestamos atención ahora a los microrrelatos contenidos en De nunca acabar (2020), habrá que admitir que de los tres tipos textuales establecidos por David Lagmanovich en Microrrelatos (1999) –la reescritura, el discurso sustituido y la escritura emblemática–, Nélida Cañas opta sobre todo por la reescritura y por la escritura emblemática. Diríase: “Dilema” y “Cronopio suelto en Macedonia” reescriben a Chuang Tzu; “Eternidad” reescribe a Jorge L. Borges; “Alicia en tres actos” y “Visita inesperada” reescriben a Lewis Carroll; “Viajero inmóvil” reescribe a Yasunari Kawabata; “Águeda y yo” reescribe a la misma Nélida Cañas y “Paseante” reescribe a Patricia Nasello.

 En cuanto a la escritura emblemática, “De nunca acabar” –microrrelato próximo al boceto a contraluz “Duras” y a los microrrelatos “Variaciones sobre un mismo tema”, “Travesía”, “Hamacas”, “Teclados” y “De este lado del mundo”– tematiza la necesidad que hay de narrarse, de asumir un comportamiento estético para dar con los sentidos que nos permitirán cosernos a una existencia –la de cada cual– que no puede sino titilar en cada rincón del mundo.

 Microrrelatos como “El alazán”, “Camila asciende”, “Algo se ofrece como una oscura dicha”, “Epifanías”, “Ángel”, “Descarnadura”, “Reencuentro”, “Rocco”, “Cuarto para un hombre solo”, “Mujeres tomando té”, “Zapatos de lunes”, “Revelación”, “El pañuelo”, “Afán coleccionista”, “Conjuro”, “Destino”, “Vuelta al origen”, “Divagaciones”, “Parábola del absurdo”, “En la oquedad de la noche”, “El espíritu del bosque” y “Leopoldo” –en manera alguna ajenos a la escritura emblemática– conducen a claros literarios donde las epifanías crecen como flores que aguardasen la escasa piedad de las criaturas.

 La niña de “Camila asciende” –aun con su “pasito breve y cauteloso” (21)– alcanza en su perseverancia “un cielo desmedido para sus pocos años” (21). “Descarnadura” –por su parte– es capaz de mostrar en un solo párrafo cómo es el estar ahí de un hombre que sabemos en “dimensión vertical” (33). “Cuarto para un hombre solo” pinta un destello: el de Vincent van Gogh en su arte pictórico. El cuerpo se sospecha carne en “Revelación” a partir de las “yemas de los dedos” (55) de la narradora. “Vuelta al origen” es un microrrelato que merece ser transcripto en su ajustada economía de sintagmas, leemos entonces en él: “Prisionera en su universo de resina una mariposa siente nostalgia de su cuna de hojas. Enseguida pliega sus alas en un mínimo capullo. Ahora es una crisálida entre los árboles y el viento” (71).

 Como lo señalara Michel Henry en su obra capital, es el pudor “la esencia de todos los sentimientos y su posibilidad”. Pues bien: De nunca acabar (2020) –libro imprescindible de Nélida Cañas– parece asumir esta tesis en cada una de sus manifestaciones literarias. Por esto las palabras de Katherine Mansfield que la autora ha escogido como el primero de sus dos epígrafes: “Mi tienda es de pequeños milagros. Se abre con llaves minúsculas”. En fin: ¿podremos residir en lo invisible y desde lo invisible? Al fin y al cabo: ¿no se nos está invitando a “mirar del otro lado” (25) con aquella discreción que sólo es capaz de auscultar ese temblor que a veces nos hipnotiza?

PROF. LIC. CÉSAR E. JUÁREZ UNT-UNSE


Comentarios

  1. La escritura de Nélida Cañas está hecha de la magia del detalle, ese lugar transitorio y frágil. El sonido y el silencio de la belleza.


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